Miro hacia el techo del hospital que tengo justo encima de mi cabeza. No me quedan muchos momentos en los que lo pueda observar. Respiro con dificultad, debido a mi estado después de ESE accidente. El último que podré tener. Escucho los pitidos de la máquina que tengo al lado. Los latidos de mi corazón. Podría proponerme contarlos todos hasta que se acaben.
Inspiro. De repente, siento una dificultad mayor de la normal. Los ojos se me comienzan a cerrar. Lo último que escucho son los pitidos exagerados de la máquina, avisando que el corazón ya no está dando de sí más.
Una vez leí que, al morir, durante siete minutos recreas los mejores momentos de tu vida. No se si será verdad, pero de repente empiezo a recordar. Mi última sonrisa al recordar los primeros días de primavera, el sol acariciándome el cuerpo al que tanto tiempo le he dedicado y ahora está inmóvil en una cama de hospital.
Recuerdo la sensación al levantar un nuevo peso en el gimnasio, al correr una nueva distancia, al sacar buena nota en un examen.
Pero todo esto es superficial. Siento que lo poco que le queda a mi corazón se calienta de nostalgia al recordar las profundas charlas de las altas horas de la madrugada, los paseos con la música a tope y el viento azotándome en la cara y revolviéndome el pelo, el olor después de la lluvia, un olor que siempre he adorado y no podré sentir más. Mis papilas gustativas saltando de alegría al comer esos deliciosos macarrones que hace mi abuela, el pan y los guisos de mi padre, las tartas de mi madre…
El olor a hogar que me llegaba cuando iba a visitar casa de mis abuelos, ese columpio en el que me balancee año tras año, hasta que las cuerdas se empezaron a desgastar.

Y todo esto se ha acabado. Ahora estos momentos no se podrán repetir. Toda mi corta vida preocupada por las notas, el dinero, el trabajo, las cosas materiales… sin apreciar estas pequeñas pero grandes cosas. Al final, ahora, en mis últimos momentos de vida, esto es lo último que me queda.
